Se sentó en el borde del escalón desgastado de aquel portal y dejó su guitarra apoyada en la pared, -sólo tiene una canción -decían.
No acertó a ver la hora que marcaba aquel reloj de principios de siglo, pero no le importó, sabía que nadie lo estaría esperando.
Sentía el frío de la soledad, el desprecio de la vida y la ingratitud del tiempo y, sin embargo; se quedó allí parado, mirando pasar a la gente por aquellas calles. Andaban a gran velocidad, ¿pero que están buscando? -decía- ¿acaso saben dónde van?
Por allí pasaban mendigos con perros sarnosos, con los huesos tan marcados como los de sus amos, y en sus ojos un brillo que desgarraba por dentro, un abismo infinito, un idioma, es este, demasiado pobre para describirlo.
También pasaban ejecutivos hablando por teléfono, parecía perdidos, frustrados, cómplices de la herida abierta de este mundo absurdo; empresarios con traje y corbata se veían desde allí en sus mercedes dorados, y en su hipócrita sonrisa se adivinaba la tristeza más profunda y el vacío más grande, la ignorancia de la altanería y la inseguridad de la soberbia.
-¿La gente piensa que éstos son más felices que los que esperan en las puertas de las iglesias dos monedas para seguir pagando las hipotecas de sus vidas? -se preguntó, si son las preguntas retóricas las que no esperan respuesta.
La justicia social siempre estaba comprada por los que tenían y podían, las clases sociales eran el realismo de los que oyen y no de los que escuchan, los poetas muertos y los bohemios perdidos eran el breve recuerdo de la libertad para aquellos a los que el mar seguía significando más que agua negra en las noches de octubre.
“Ayer se fue, a su entierro no fue ningún rey, nadie lloró por él; su guitarra se cayó pero su voz aún se puede oír, por la Calle Mayor..“