Acompáñeme, amigo. Creo que estoy en condiciones de mostrarle una de las entradas del infierno.
Yo estaba de mal humor, como casi siempre en aquel tiempo.
- La ingenuidad cósmica es insoportable, Dorkas. Para usted, cualquier jarabe es licor del recuerdo, cualquier cigarrera es mágica, cualquier agujero en el piso es la entrada del infierno. No se engañe. No hay milagros.
Dorkas empezó a caminar a mis espaldas tal vez para argumentar mejor. - Me extraña que un hombre como usted no comprenda que los milagros se cumplen de un modo misterioso, poético, simbólico. Quien no tenga fe poética, nunca verá un milagro, ni aunque se lo hagan delante de las narices.
- Salga de ahí con las alegorías. Uno quiere ser inmortal y tratan de contentarlo con el recuerdo que dejará en los otros. Uno quiere volar y le hablan de pensamientos espirituales. Uno quiere conversar con los muertos y debe conformarse soñando con su abuelo.
- Venga conmigo y verá un prodigio contante y sonante.
Con un trote que no admitía réplica, me paseó por todo el barrio. Cada tanto se daba vuelta y trataba de apurarme con voces de aliento.
- Vamos, vamos. Si no me falla el cálculo, las puertas del tártaro están por abrirse.
Pasamos frente a una casa pardusca en la calle Bogotá
- Es aquí. Esperemos.
Yo me senté en el cordón de la vereda de enfrente. Dorkas empezó a caminar de esquina a esquina. Pasaron horas.
Cerca de las dos de la madrugada, la puerta se abrió y apareció una mujer alta, vestida de negro. Dorkas se me acerco al galope.
- Tenga mucho cuidado.....
- Es solamente una mina.
- Si tiene valor, mírela de cerca.
Cruce la calle. La mujer ya caminaba hacia el norte. Me puse a su lado. Ella se detuvo bruscamente y me miró. Era el diablo.